lunes

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veintypico (casi treinta)

Nunca me aprendí las canciones que escuchamos. Ni las voces, ni las melodías. Siempre fueron un eco de lo que sucedía entre nos. Escapados de tanta memoria, no supe nunca como se componen las letras, ni como se le canta al amor. Solo tengo un saxofón que nunca termine de pagar, enmalezándose en la herida de mi oído roto. No tuve ni siquiera la pinta ni la pilcha de un buen escritor y el poco humo que me llego, duro lo que duran las madrugadas largas con una servilleta sobre la mesa y una bic tartamuda con la tinta seca. Soy un vicio del pasado, mientras miro la memoria colectiva que nos ungüenta a todos con el mismo barro de infelicidad. Soy una larga historia de cosas que nunca pasan. Ni la sonrisa de la costanera, ni el viaje en micro hasta tu pollera. Me recuerdan estas letras a esas oscuras películas de los treinta, que nunca vi, o solo vi mirando otras películas. Nunca supe leer entre líneas y los párrafos largos son una causa perdida, para mí, lector de tercera que no sabe cómo se escriben los versos que llegan.

Recuerdo aquella vez que corrí bajo la lluvia solo para darte la mano, y nadie ahora hace una película sobre la vez que corrí para darte la mano, bajo la lluvia corrí, como lo habrán hecho miles de enamorados. Pero yo fui, esa vez el que con el peso del agua y las heridas abiertas se metió en el bar donde estabas y mojando las mesas y las sillas, me senté y te pedí perdón y te di la mano, como tantos lo habrán hecho, pero fui yo a buscarte, porque lo que perdía era todo lo que valía para mi, aunque nadie hace películas de las cosas que me pasan, yo te quería y te quise tanto como para ser un pasaje cotidiano en la lectura de un diario y escape (me salve), de morir a los veintisiete años.

Entre las hojas del recuerdo guardo algunas hojas con mi nombre y ese pedazo de mimbre donde me sentaba a ordenar el silencio que poco a poco se volvía en mi mansa costumbre. Fui el eco y soy el eco del silencio y cuando vos hablas con tanta sangre y baba y te lloran los ojos y te lames las garras y te salen espinas de la lengua con la que hablas y me decís todo lo que hay que cambiar, lo que fuimos, lo que somos, lo que serán nuestros hijos cuando este mundo sea guerra y no tierra y yo esté muerto y nada pueda hacer ya más que lamentarme desde la eterna mecánica de la infinidad, yo soy el silencio. Más que nunca soy el espacio entre tus palabras, entre tu peludez de sombras arraigadas, soy el eco de un silencio que se extingue mientras me decís que somos hijos del amor y que hay que salir al centro a gritar a los cuatro vientos, yo sigo siendo el silencio, el oscuro momento cuando el escritor entra en coma y no sabe a donde están las letras, el cigarro cae de la boca y lo único que queda es abalanzarse sobre agujas y pedazos de goma.

Recuerdo porque no escribo, porque no entretengo con mis decires bonitos a media raza de alocados turistas de este tramo de la historia. Recuerdo la voz de un locutor amigo, relatando el fuego de los fusiles y el canto de los dormidos. Y no soy yo, quien tiene la palabra exacta ni la mas mínima idea de cómo armar una revolución o como hacerte mirar para otro lado. Yo, miserable yo, que me escondo entre tus piernas y solo puedo hacer lo que mi cuerpo intuye como un acto de amor y descargar mis cartuchos sobre tu pecho desnudo y decirte, que te calles, que te mueras, que me muera, en ese momento que dura unos segundos, apagar de un golpe el mundo y dejar que la oscuridad nos inunde el cuerpo, que nos robe la memoria y seamos, solo seamos por un momento, la pura densidad del universo.
Materia pura que gravita sobre el fuego.
Un infierno quieto.
Por un momento.